«Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí.» (Juan 5:39)
La pregunta resuena con fuerza en cada generación: ¿por qué debo leer la Biblia? Para algunos, es un libro antiguo, pesado, lleno de letras que parecen no tener relación con la vida moderna. Para otros, es un símbolo cultural, un adorno en la sala o un recuerdo de la infancia. Pero para el verdadero cristiano, la Biblia es mucho más que un objeto; es el aliento mismo de Dios, la voz viva del Padre, el mapa que muestra el camino al cielo y el manantial que refresca al alma cansada.
La Biblia no es opcional para el creyente; es esencial. Así como el cuerpo no puede sostenerse sin alimento, el alma no puede vivir sin las Escrituras. El pan de cada día puede sostener la carne por un tiempo, pero solo la Palabra de Dios sostiene al espíritu para la eternidad. Preguntar “¿por qué debo leer la Biblia?” es tan absurdo como preguntar “¿por qué debo respirar?”. El que deja de estudiar la Palabra, muere en el tiempo, se ahoga en la ignorancia, se debilita en fe y muere de hambre espiritual.
En la Biblia habla Dios, y no de manera fría, sino con ternura y poder. Allí el Creador se inclina hacia su criatura y le dice: “Este es mi camino, anda por él”. Allí el Redentor muestra sus heridas y declara: “Consumado es”. Allí el Espíritu Santo ilumina la mente y enciende el corazón. ¿Por qué leer la Biblia? Porque es la carta de amor de un Padre a sus hijos, es el testamento de un Salvador que nos dejó herencia, es la lámpara que enciende nuestro sendero y es la espada que nos defiende en este transitar.
¡Cuán tristes son los cristianos que poseen este tesoro y no lo valoran! Hay Biblias en cada casa, pero ¿cuántas están abiertas? Hay Biblias en cada teléfono, pero ¿cuántas son meditadas? Es posible tener la Escritura en los labios y no en el corazón, en la memoria y no en la vida. Y sin embargo, ella no pierde su poder; aunque los hombres la ignoren, ella permanece como roca firme y martillo que quebranta la piedra.
Lee la Biblia porque en ella encontrarás a Cristo. Desde el primer sacrificio en Edén hasta la última visión de gloria en Apocalipsis, todo el libro canta su nombre. Él es la simiente prometida, el Cordero inmolado, el Profeta que había de venir, el Rey eterno, el Esposo amado, el Alfa y la Omega. Quien lee la Escritura con ojos de fe, ve en cada página al Salvador resplandeciendo. Y conocer a Cristo es conocer la vida eterna.
Lee la Biblia porque en ella está la verdad que no cambia. Los pensamientos de los hombres pasan como las nubes, los sistemas filosóficos caen como imperios olvidados, las modas del mundo se marchitan como flores en el campo. Pero la Palabra de Dios permanece firme. El mismo sol que alumbró a Abraham, a Moisés y a David es el que hoy ilumina a la Iglesia con la Escritura. ¿Quién puede dar al alma certeza sino la voz del Eterno?
Lee la Biblia porque ella da consuelo en la aflicción. No hay herida tan profunda que no encuentre bálsamo en sus páginas. No hay lágrima tan amarga que no halle promesa que la enjugue. No hay soledad tan oscura que no sea alumbrada con la declaración: “Yo estaré contigo”. Cuando los amigos se apartan, cuando la fuerza se acaba, cuando la esperanza humana se desvanece, la Palabra actúa como lo que siempre ha sido, un sostén que no falla.
Lee la Biblia porque prepara tu corazón para la eternidad. Este libro no se conforma con hablar del presente: abre los cielos y muestra lo venidero. Allí aprendemos de la gloria que nos espera, de la ciudad celestial, del gozo eterno junto al Cordero. Quien anda en la Biblia, anda ya en la antesala del cielo; y quien la ignora, camina en tinieblas hacia un abismo.
Amado lector, ¿por qué leer la Biblia? Porque sin ella no hay luz, no hay vida, no hay fuerza, no hay esperanza. Cada día que dejas cerrada tu Biblia es un día en que cierras tu oído a la voz de Dios. Cada día que la lees con fe, tu alma se viste de verdad, tu mente se llena de claridad y tu corazón late con esperanza.
No basta con decir “amo la Palabra”; hay que abrirla con reverencia, recibirla con fe y obedecerla con prontitud. La Biblia no es un libro para curiosidad, sino para transformación. No se lee como un periódico, se bebe como agua viva; no se hojea como novela, se saborea como manjar eterno.
Y ahora, en este mes de la Biblia, cuando el pueblo de Dios eleva su gratitud por este tesoro, pregúntate con sinceridad: ¿qué lugar ocupa la Escritura en mi vida? ¿Es mi delicia de día y de noche, o apenas un recuerdo olvidado? ¿Es la voz que guía mis pasos, o un murmullo lejano entre tantas voces? Que la respuesta de tu corazón sea: “Más preciosa me es tu palabra que miles de oro y plata” (Salmo 119:72).
Oh, lector, abre tu Biblia. No la pospongas, no la dejes para mañana. Abre sus páginas hoy, deja que su luz te envuelva, deja que su poder te transforme. En cada versículo hallarás vida, en cada promesa hallarás fuerza, en cada mandamiento hallarás dirección, en cada línea hallarás al Cristo glorioso que es la Palabra hecha carne. Y cuando preguntes otra vez: “¿Por qué debo leer la Biblia?”, tu corazón mismo responderá con gozo: “Porque en ella encontré a mi Dios, a mi Salvador, a mi todo”.